En 2017 se desprendió de la península Antártica, en concreto de la plataforma Larsen C, un iceberg que se denominó A-68A con un tamaño de unos 5.800 km², casi tan grande como Luxemburgo o la provincia de Alicante, por comparar. Tres años después, las corrientes lo han llevado a 1.000 km de distancia. Como las gélidas aguas de la zona no lo han derretido, sigue flotando por ahí. Y en las últimas semanas ha tomado «rumbo de colisión» hacia unas remotas islas de la zona, como titula la Agencia Espacial Europea (ESA).
Según cuenta la ESA, las imágenes de satélite muestran al A-68A vagando por la zona, pero en las dos últimas semanas y media se ha movido casi 180 km hasta llegar a unos 120 km de las de Islas de Georgia de Sur (también llamada Isla de San Pedro). Es un remoto lugar muy en mitad de ninguna parte donde ni siquiera hay muchos habitantes, todo sea dicho: según los datos oficiales sólo hay dos personas en una estación ballenera y algunos pingüinos.
El problema no es tanto que el iceberg colisione con la isla –aunque a ver cómo acaba eso– sino que se quede allí varado en su costa fastidiando principalmente a los pingüinos y sus rutas naturales, aplastando toda la vida marina del fondo y acabando con las plantas. ¿Podría ser peor? Pudiera ser; por eso los científicos continúan con el seguimiento del iceberg para estudiar cómo este efecto del cambio climático afecta al entorno de la zona.
Relacionado: