Este artículo se publicó originalmente en Cooking Ideas, un blog de Vodafone donde colaboramos semanalmente con el objetivo de crear historias que «alimenten la mente de ideas».
A estas alturas todo el mundo debería saber que lo que se escribe en Internet se queda en Internet para siempre. Tan pronto como se hace clic en el botón de enviar / publicar / comentar, lo escrito será archivado y puesto a disposición de buscadores, llegará a los archivos de Google, Bing, Archive.org y cientos de otros sitios. Esto es válido para textos, fotos, vídeos y cualquier otro material que se vuelque en cualquier tipo de servicio o red social.
Como todo en la vida, la tecnología que hace posible esto tiene un doble filo. Por uno, es una maravilla poder ir guardando y archivando recuerdos, pensamientos y conversaciones, que podremos consultar en el futuro siempre que queramos. Por otro, todo esto quedará grabado con bits de fuego en una especie de piedra digital, de esas que no borra el paso del tiempo.
Hay mucha gente que ha sufrido en los últimos años lo más cruel de este efecto: personas que han viso cómo resurgen fantasmas del pasado, fotos que nunca deberían haber visto la luz pública o comentarios y frases totalmente fuera de lugar que seguramente no deberían haber publicado nunca. En ocasiones es cuando alguien enlaza ambas cosas, el material y la persona (ahora o en el futuro) cuando la combinación es explosiva: políticos que ven cómo acaban sus carreras por haber publicado años ha fotos en las que maltrataban animales, escritores prácticamente linchados públicamente porque alguien rescató ciertas aberraciones que escribieron y habían pasado desapercibidas, famosillos hundidos en la miseria por soltar alguna frase en Twitter que nadie con dos dedos de frente publicaría.
Se lo merecen, dirá alguno. Si bien es cierto que cada cual es responsable de lo que dice, y luego de lo que publica y además de su privacidad, lo cierto es que en Internet la situación es más complicada que en otros contextos: tal vez alguien publicó algo sólo para un grupo de conocidos y ahora haya salido de ese reducido círculo de confianza – quizá sin consentimiento. A lo mejor el material encontrado o filtrado solo cuenta parte de la historia y no es lo que parece. Normalmente, afirmaciones y frases sueltas pueden carecen del contexto adecuado de cuando fueron publicadas. En algunos casos, además, la forma en que se presentan los materiales puede ser malintencionada: tal vez esa persona pensaba de una forma, cambió de opinión y ahora piensa de otra – pero solo «salta la noticia» o se da a conocer lo más hiriente.
Un caso especialmente cruel es el de los políticos y otras figuras públicas. En personas a las que se valora por su honestidad, coherencia y conocimientos, encontrar una contradicción entre lo que se dijo una vez y se dijo o se hizo luego es como hallar pepitas de oro para sus adversarios. Tradicionalmente esto se hacía «tirando de hemeroteca». Hoy en día se «tira» de Google y de todos los servicios y bases de datos disponibles. Sería todo un negocio vender contradicciones e incoherencias «al peso», a gusto de los clientes
¿Un ejemplo fuera de la política? El material publicado en las redes sociales ya se utiliza en el 80 por ciento de los casos de divorcio en Estados Unidos como prueba. La estrella en las demandas suele ser Facebook, donde los comentarios en los muros de otras personas y los textos y fotos publicadas se utilizan para demostrar cómo son las relaciones personales –y también las infidelidades– de los cónyuges en litigio.
Esto es casi peor que en el MundoReal™: cuando uno habla con los amigos o con un grupo más o menos reducido tiene claro el escenario y hasta dónde pueden llegar sus palabras. Pero hoy en día cualquier frase dicha en cualquier conferencia, clase, entrevista, encuentro o reunión pública, por no hablar de blogs, muros, comentarios sobre fotos y demás puede ser grabada, reproducida y buscada con total facilidad. Y no hace falta ser especialmente famoso o tener un perfil público o mediático – aunque eso aumenta la posibilidad de que sea más fácil que se guarde y se encuentre otro tipo de material. Incluso las frases soltadas inadvertidamente en las redes sociales pueden ser inmediatamente reenviadas por amigos (o «enemigos») a miles y miles de personas y generar un efecto bola de nieve difícil de parar.
Alexis Madrigal escribiendo para The Atlantic meditaba hace tiempo sobre cuán revolucionario es el concepto de los «nombres reales» en las redes sociales precisamente por facilitar esa relación entre persona y contenidos. Antes en Internet todos éramos apodos, tal vez con un nombre real detrás y quizá una reputación – positiva o negativa.
Según su planteamiento, actitudes como las de Facebook o Google, cada vez más restrictivas al a obligar a usar «nombres reales» huyendo de los apodos y el anonimato, llega incluso mucho más allá: nuestros perfiles digitales –dice– contienen tanta información sobre la gente que cada vez es más fácil «meterse en problemas serios» por decir o publicar algo inapropiado. Quien se sienta molesto por algo que lea –con o sin razón– tan solo tiene que hacer unos pocos clics para encontrar quién es la persona real tras una afirmación, una anotación de un blog o una contestación «borde» en una red social.
Ese grado de conexión entre lo que se dice y la persona que lo dice va más allá incluso del que existe en la vida real. No es tan fácil encontrar quién es el tipo que nos grita desde otro coche en el semáforo, al que insulta al árbitro en el campo de fútbol o al que sale entrevistado en la tele yendo por la calle sobre cualquier tema de actualidad.
En algunos casos esos perfiles equivalen más a los trolls y bocarranas que utilizan el anonimato para molestar a los demás que a gente de comportamiento sociable, pero ese anonimato parece hoy en día casi destinado a desaparecer: los servicios y redes sociales actuales son cada vez más estrictos y muchos exigen usar cuentas de Facebook o Google para conectar. El mercado le pide gente real a esas empresas, especialmente para mostrar la publicidad más adecuada a cada cual según perfil personal. En cambio, los sitios web que son más laxos con los registros –incluso admitiendo personajes anónimos– suelen acabar llenos de basura, con gente molestándose entre sí y en general contenidos que se parecen más a los gritos de un campo de fútbol que a una reunión de amigos o un debate público. El típico «mal rollo» con quien nadie quiere asociar su marca.
Dado que ese fuerte enlace entre quién publica algo y todo lo que publica parece tender a ser más y más fuerte no está de más recordar una vez que esas palabras digitales que escribimos cada día no las borrará el paso del tiempo, sino que permanecerán por siempre jamás vinculadas a cada uno de nosotros. Así que, como dicen los anuncios de sustancias y aparatos potencialmente peligrosos para las personas, mejor «usarlos responsablemente». ¡Ojalá dentro de cinco o diez años no tengas que venir a releer este artículo porque metiste la pata!