Se suele decir que la historia la escriben los vencedores y probablemente por eso casi nadie sabe que el Reino Unido fue una gran potencia en los primeros años de la historia de la informática, justo después de la segunda guerra mundial. De hecho los dos primeros ordenadores capaces de ejecutar un programa almacenado en su memoria, el EDSAC y el Manchester Mark 1, fueron británicos. Igual que lo fueron los dos primeros ordenadores comerciales, el Ferranti Mark 1 y el LEO I.
El gobierno del país, que aún sufría el racionamiento implantado durante la guerra, vio en el procesamiento automatizado de la información, una gran oportunidad de modernizar la sociedad y el país. Pero según cuenta Marie L. Hicks en Programmed Inequality: How Britain Discarded Women Technologists and Lost Its Edge in Computing un excesivo intervencionismo por su parte y una sociedad extremadamente clasista y machista dieron al traste con esta ventaja, haciendo que el Reino Unido perdiera su relevancia en la historia de la informática.
Durante la guerra los servicios secretos británicos habían desarrollado el Colossus, el primer ordenador electrónico del mundo. Era un ordenador con un objetivo muy limitado, el de descodificar los mensajes cifrados con máquinas Lorenz que intercambiaba el alto mando alemán, pero fue el primer ordenador electrónico programable del mundo. Para hacer esto sometía los textos cifrados a ciertas operaciones matemáticas. Y aunque la especificación original no lo decía Tommy Flowers, su diseñador, pensó que sería bueno que esas operaciones fueran fácilmente modificables por si los criptoanalistas daban con métodos más eficaces, así que se podían modificar estas operaciones recableando el ordenador, un poco al modo de una vieja centralita telefónica.
La tarea de programación de los Colossus recayó, en su mayor parte, en un grupo de unas 300 mujeres, muchas de ellas miembros del Women's Royal Naval Service, que adquirieron una gran habilidad en el manejo de estas máquinas. Pero al terminar la guerra Winston Churchill ordenó desmantelar todos los Colossus salvo dos y obligó a mantener en secreto su existencia, por lo que todas estas mujeres tuvieron que dejar su trabajo sin poder hablar de él en muchas décadas.
Sin embargo, cuando el gobierno del Reino Unido empezó a hacer uso intensivo de máquinas de procesado de información pensó que podía ser buena idea –y barata– recurrir de nuevo a las mujeres para cubrir los puestos de entrada y procesado de datos ante la escasez de mano de obra, igual que había hecho durante la segunda guerra mundial.
El problema es que, por una parte, al ser mujeres no tenían apenas posibilidades de promoción, por no hablar del hecho de que al casarse tenían que dejar sus puestos y de que cobraban menos que los pocos hombres que al principio hacían trabajos similares a ellas. Pero es que además su trabajo se veía además como algo mecánico y sin mayor relevancia, a pesar de que era fundamental de cara a la construcción del estado moderno que el gobierno quería crear. De hecho muchas de ellas hacían un trabajo que iba mucho más allá de la mera entrada de datos, actuando en muchos casos como programadoras e incluso como analistas de sistemas a la hora de diseñar los flujos de trabajo necesarios para sacar partido a los equipos.
Y lo peor es que cuando el gobierno empezó a darse cuenta de la importancia de su trabajo la decisión fue la de poner hombres con menos experiencia a hacerlo, pues seguía considerando que las mujeres no podían ocupar puestos de responsabilidad ni mucho menos puestos en los que pudieran llegar a tener hombres bajo su responsabilidad. Eso sí, no hubo ningún problema en que algunas mujeres se encargaran de formar a los hombres que ocuparían esos puestos ejecutivos que a ellas les estaban vedados.
En la empresa privada las cosas no estaban mucho mejor en lo que se refiere al sueldo, pero al menos no se veían obligadas a dejar la empresa al casarse, y en algunos casos excepcionales pudieron incluso alcanzar puestos de cierta responsabilidad.
Despreciar el trabajo de las mujeres y su conocimiento acerca de la organización del trabajo con ordenadores llevó además a que las decisiones a de cara a su implantación fueran tomadas por ejecutivos que no sabían muy bien qué estaban haciendo, con lo que las cosas nunca terminaron de funcionar del todo bien.
Además, el gobierno se empeñó en entrometerse en el funcionamiento de las empresas británicas que fabricaban ordenadores, medio favoreciendo medio forzando las fusiones entre ellas hasta que al final sólo quedaba ICL, International Computers Limited. Y al final ICL dependía tanto de las compras por parte del gobierno que éste era básicamente el que marcaba sus programas de investigación y desarrollo, llevándola a diseñar ordenadores tipo mainframe cada vez más potentes y caros cuando la tendencia en el mercado iba precisamente hacia ordenadores más pequeños y baratos, pero que bien utilizados daban mejor resultado que los grandes ordenadores.
Para 1980 el gobierno de Margaret Thatcher tenía ya bastante claro que los esfuerzos por hacer hacer de las tecnologías de la información el motor de un gran cambio no habían dado el resultado deseado, con lo que se desentendieron de ICL, que finalmente fue comprada por Fujitsu para terminar desapareciendo tras varias compras y fusiones más entre Fujitsu y otras empresas.
Y así, gracias no sólo a no tener en cuenta el trabajo de las mujeres sino a despreciarlo, el Reino Unido nunca llegó a ser la potencia que podía haber sido en la historia de la informática.
El libro de Marie L. Hicks no es una lectura ligera, pero está muy bien argumentado e incluye un montón de referencias a material extra para poder profundizar en el tema. Y, sobre todo, saca a la luz una parte de la historia de la informática que, al menos para mí era absolutamente desconocida, lo que es motivo mas que suficiente para recomendarlo a quienes les interese el tema.
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