The Road to Conscious Machines: The Story of AI por Michael Wooldridge. Pelican 2020. 388 páginas.
Quienes me sigáis mínimamente sabéis que protesto bastante por el tratamiento que se hace en general en los medios de la expresión inteligencia artificial. Entre otras cosas porque generalmente se asocia a HAL, Skynet o C3PO… y aún nos falta mucho, pero mucho para llegar ahí. Si es que alguna vez llegamos. Sería muy importante aclarar que en el 99 por ciento de las veces en las que se habla de ella estamos hablando de inteligencia artificial débil –muy buena en una cosa en concreto pero nada más– y no de inteligencia artificial fuerte, que sería aquella que nos costaría distinguir de la nuestra. El gran sueño de la inteligencia artificial, en palabras del autor del libro.
Precisamente es explicando esta importantísima y fundamental distinción por dónde empieza el libro, para luego adentrarse en la historia de la disciplina. No sin antes dejar muy claro el problema fundamental de la inteligencia artificial, que es que no tenemos muy claro qué es la inteligencia ni mucho menos de dónde sale.
Así, cubre las grandes épocas de la IA: la era dorada de la inteligencia artificial en la que parecía que simplemente la potencia bruta de los ordenadores podría servir para construir cerebros artificiales; la época en la que parecía que bastaría con reunir enormes bases de datos de conocimiento para crear sistemas expertos; la época de la inteligencia artificial que se basaba en los comportamientos que deberían mostrar los sistemas; y la época actual en la que predomina el aprendizaje automático y las redes neuronales. Y va explicando en qué se basan, las promesas –en la mayor parte de los casos fallidas– de cada una de ellas, y cómo al final todo parece estar convergiendo de nuevo; cómo ninguna de las grandes áreas de actuación parece suficiente por sí misma y cómo quizás una integración de ellas nos podría acercar al gran sueño. Si es que alguna vez somos capaces de saber cómo integrarlas. Y suponiendo que esa sea la forma de atacar el problema, porque si no sabemos definir qué buscamos es muy complejo –por no decir imposible– buscar una solución.
Habla también de cómo nos imaginamos que las cosas pueden salir mal –Terminator, la singularidad, las leyes de la robótica de Asimov, etc– y por qué esos problemas en realidad no deberían preocuparnos. Aunque sí deberíamos preocuparnos por la IA ética, porque aunque sea de forma limitada, cada vez está presente en más aspectos de nuestras vidas, desde cuando pedimos un crédito a sistemas que ayudan a decidir si una persona está en condiciones de recibir la libertad condicional o hasta si una denuncia es cierta. No olvida tampoco qué influencia puede tener en el mercado laboral y en la eliminación de puestos de trabajo, los robots asesinos –armas autónomas con capacidad de matar–, o los sesgos en los algoritmos y los conjuntos de datos con los que se entrena a las inteligencias artificiales, que tienen el problema añadido de que no sabemos cómo llegan a las conclusiones que llegan.
Termina el libro con un apartado dedicado a las máquinas conscientes, explicando las enormes dificultades que supone tan siquiera plantear el problema porque, como decía antes. no tenemos muy claro qué es la conciencia, la inteligencia, o de dónde surge lo que llamamos mente. Y aunque dice que falta mucho, no descarta que algún día logremos construirlas. Aunque quizás entonces venga la pregunta de si podríamos saber si son como nosotros o no.
Completan el libro un glosario, varios apéndices para profundizar en algunos temas que no ha querido meter en el texto principal, y una extensa bibliografía.
Como dijo David Azcárate, que es gracias a quien di con este libro, «relata la historia y perspectivas de la IA, esperanzas y frustraciones, burbujas y realidades. Muy didáctico y honesto.» Y muy, pero que muy recomendable, añadiría yo, sin que necesario, además, saber nada de informática ni de matemáticas para entenderlo y disfrutarlo. Y mi admirado Alan Turing sale en numerosas ocasiones, como no podía ser de otra forma. No en vano fue una de las primeras personas en pensar y escribir sobre esto.
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