Por si alguien pensaba que el panorama general no era suficientemente chungo, llega el temido y siempre inevitable cambio al horario de invierno: el momento más triste y deprimente del año – al menos según opina un montón de gente con la que lo he comentado. A partir de ahora y hasta el solsticio de invierno (este año el 21 de diciembre) las tardes se hacen más cortas y las noches casi interminablemente más largas.
El efecto «viaje al pasado en la máquina del tiempo» tiene de bueno que dormimos una hora más. Pero a qué precio: ver las tardes acortadas, convertidas súbitamente en noche oscura, haciéndolas casi impracticables para pasear o relajarse.
Como es bien sabido, sigue habiendo una gran polémica sobre los efectos del cambio de hora, aunque no hay un consenso científico sobre hasta qué punto influye realmente. Por un lado están los trastornos en los horarios y sistemas de control, dudosos ahorros energéticos, citas, reuniones, aviones y trenes perdidos por olvidos o descuidos (incluyendo partidas en el mundo del ajedrez)… También son habituales los problemas de sueño, la repercusión en ancianos, niños y bebés, por no mencionar el atontamiento que supone para algunos animales de las granjas.
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