El resultado de aquella prueba empírica fue también fue grabado por las cámaras, pero por desgracia el resultado fue muy distinto al del salto estratosférico de Felix Baumgartner: el paracaídas de Reichelt no funcionó, se estampó contra el suelo y palmó instantáneamente. He aquí el documento histórico:
No he podido dejar de pensar en qué hubiera sucedido si a Felix Baumgartner le hubiera ocurrido lo mismo cuando saltó desde 36.000 metros de altitud, especialmente con todo el asunto de la polémica campaña publicitaria de los patrocinadores. ¿Sería tan mortíferamente negativa la repercusión para la marca como puede haberlo sido de positiva al salir airoso?
Volviendo a Reichelt: estamos hablando de otros tiempos, de pioneros, de «genios locos» –como los llamaban en los periódicos– que intentaban hazañas muchas veces imposibles, de los primeros tiempos de la aviación, de carreras imposibles por ser el primero en algo… Reichelt era simplemente un sastre que había diseñado un paracaídas, sin haber realizado los cálculos necesarios y sin conocimientos de física o aerodinámica como para saber que su traje no funcionaría – un poco a lo Leonardo.
Usando el sentido común, había lanzado previamente el paracaídas con muñecos de prueba para comprobar su funcionamiento, que inevitablemente se habían estampado contra el suelo. Sin embargo, convencido de que su diseño era correcto, pensó que el problema era que los muñecos no podían abrir los brazos para aumentar la superficie de frenado, y que sólo haciéndolo en persona se podría demostrar que su invento funcionaba.
Así que armado de valor y convicción, saltó.
El agujero que dejó en el suelo fue de 15 centímetros de profundidad. Murió al instante, tras caer los 90 metros que separan el suelo del primer piso de la plataforma de la Torre Eiffel.
Quienes le acompañaban intentaron disuadirle antes del salto, sin conseguirlo; viendo que no atendía a razones le dieron explicaciones técnicas y argumentos convincentes, pero el sastre respondió:
Veréis cómo mis 72 kilos y mi paracaídas refutarán todos vuestros argumentos.
Convicción personal frente a la razón: 0-1. Instantes después de pronunciar esa famosa frase, el «sastre volador» de 33 años –también austríaco– saltaba al vacío poniendo punto y final a su carrera y a su propia vida. Para los registros de la época habría sido sin duda una gran candidatura a los premios Darwin.