Este artículo se publicó originalmente en Cooking Ideas, un blog de Vodafone donde colaboramos semanalmente con el objetivo de crear historias que «alimenten la mente de ideas».
Si hay un tipo de personaje apasionante en el mundo de la tecnología ese es sin duda el programador: un término genérico aplicable a ingenieros de software, desarrolladores, pica-códigos y como quieran auto-definirse –o ser definidos por quienes les contratan– en función de su filosofía, habilidades o cargos. A mi me gusta más decir que son los verdaderos «magos» que escriben el código que realiza tareas útiles, creativas y a veces hasta inimaginables.
Como en todos los órdenes de la vida, hay programadores regulares, buenos y malos. Entre los buenos los hay muy buenos, extraordinarios y lo que yo llamo «programadores de otra dimensión». Son esas figuras que por su talento están a kilómetros de distancia de sus iguales, que pueden realizar tareas aparentemente sobrehumanas o hacerlo con un nivel de velocidad, calidad y «capacidad de resolver» sencillamente inigualable.
Randall E. Stross, autor de libros divulgativos sobre la historia de la tecnología como The Wizard of Menlo Park, Steve Jobs & the NeXT Big Thing o Planet Google los definió así:
Los mejores programadores no es que sean marginalmente mejores que los buenos. Es que son un orden de magnitud mejores, medidos según el estándar que prefieras: creatividad conceptual, velocidad, simplicidad de sus diseños y capacidad para resolver problemas.
Una vez me contaron una historia sobre uno de estos genios. Sucedió en compañía de tecnología que llevaba varios meses trabajando en una idea nueva e importante para ampliar sus productos. Para desarrollarla habían asignado un pequeño equipo independiente de dos o tres programadores que habían estado luchando con un problema muy concreto durante largo tiempo. Al cabo de cuatro meses los progresos eran pocos y el algoritmo que estaban buscando seguía siendo elusivo e ineficiente.
El responsable de la empresa necesitaba reunirse con otro programador distinto, que estaba en Europa en esos momentos, por otro asunto que no tenía nada que ver. Preparando los detalles del viaje y las reuniones de esos días le comentó –como quien no quiere la cosa– los problemas que estaban teniendo con el desarrollo de aquella idea. Lo hizo más que nada como simple curiosidad, dado que sus campos de trabajo eran diferentes, aunque en aquella empresa todo el equipo tenía acceso a la más amplia información sobre la estrategia y los proyectos de los demás.
Cuando al cabo de unos días llegó a Estados Unidos, el programador en cuestión enseñó el programa funcionando al jefe. Al parecer había empezado a darle vueltas a la idea cuando despegó su avión. Como estaba aburrido, llevaba su portátil y era un vuelo tranquilo, aprovechó para trabajar sobre él en las horas que tenía disponibles. El responsable de la empresa no salía de su asombro: aquel mago del código había resuelto en unas pocas horas lo que un equipo de varias personas no había podido completar en varios meses de trabajo. Era cuando menos una eficiencia que multiplicaba por diez la de sus colegas.
¿Cómo se puede premiar a un programador de otra dimensión de este calibre? El jefe se planteaba de todo: cambiarle de proyecto y asignarle la nueva idea; darle una paga extra; despedir a los programadores originales y duplicarle el sueldo; pagarle unas vacaciones; formar un nuevo equipo y nombrarle líder…
No sé en realidad cómo acabó la historia, pero cuando alguna vez se la he contado a gente del sector todos parecen confirmar que efectivamente esa especie de programadores superdotados que equivalen prácticamente a diez programadores promedio existen. También me consta que a partir de entonces en aquella empresa pidieron al departamento de recursos humanos que consiguiera gente de ese perfil extremadamente alto, porque preferían pagar el doble, el triple o incluso más –respecto a lo que ya eran buenos sueldos– por tener gente tan resuelta. Al final se traducía en mejores productos en menos tiempo.
Aun así, como en todo en la vida, conviene ser cauto: a veces sucede que las personas más dotadas para un tipo de funciones son un desastre en otros aspectos también importantes. Los hay que no saben trabajar en equipo, que no se comunican con los compañeros o los jefes, que sólo tienen rachas de brillantez y no son para nada constantes, que por su carácter no pueden ser jefes u otras situaciones más complicadas todavía.
A veces incluso depender de ellos es jugárselo todo a una carta: cualquier problema con una estrella puede dar al traste con todo un proyecto, e incluso algunas empresas han caído por ello. No todo lo que brilla es oro y poner todos los huevos en la misma cesta puede ser un mal consejo, sobre si se trata de tomar decisiones clave. Como decía aquel, y aunque parezcan más raros de lo que ya suelen ser habitualmente, los programadores de otra dimensión… haberlos haylos.
{Foto: The Jolt Tree (CC) By Carl Johan Crafoord}