A principios de 2049 un desastre no explicado –aunque se intuye que puede haber sido causado por nosotros mismos– va a terminar con la población de la Tierra en semanas. El personal del Observatorio Barbeau en el Ártico está siendo evacuado para ir a morir con los suyos. Pero el astrofísico Augustine Lofthouse decide quedarse porque quiere usar los equipos de comunicación del observatorio para comunicarse con la nave Éter, que está de vuelta de una misión de exploración a K-23, una luna de Júpiter recientemente descubierta que además resulta ser habitable.
Sí, una luna de Júpiter desconocida –a pesar de que hemos tenido sondas en órbita alrededor del planeta– y de un tamaño –o al menos densidad– suficientes para tener una atmósfera y temperatura compatibles con la vida humana. Lo de cómo la radiación de Júpiter no la ha achicharrado
Y es que a partir de lo del cataclismo inicial todo lo demás del guión de Cielo de medianoche hace aguas. Como el Titanic, pero peor. Como dice Daniel Marín, «Lástima que el guion lo haya escrito un mono borracho después de ver un episodio de Cosmos.» Dos horas de un sinsentido tras otro separados por escenas de relleno que no pintan nada. De hecho sobra más de una hora de película. Siendo generoso. Casi hace parecer buena a Gravity. Como para pedir al Tribunal Internacional de los Derechos Humanos que prohiba a George Clooney acercarse a una película del espacio nunca más.
Vamos, que para hacer caso a Gandalf y huir sin mirar atrás. A menos que te vaya el rollo ver películas malas mientras medio sufres medio disfrutas de un ataque de vergüenza ajena.
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