Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2013; guión de Borja Cobeaga y Diego San José).
Chico andaluz –sevillano a más señas– conoce a chica vasca. Chicho se enamora hasta las trancas de la chica y se va a buscarla a su pueblo con la disculpa de que ella se dejó el bolso en su casa. Una vez allí termina por tener que hacerse pasar por vasco y por novio de la chica. Y las cosas se lían mucho, como no puede ser de otra forma en una comedia de enredo como esta.
No sé si Ocho apellidos tiene méritos o no como para haberse convertido en la película más taquillera de la historia del cine español, aunque te puedes echar unas buenas risas viéndola, y más si eres vasco o andaluz.
Pero lo que me parece genial es que se haya podido hacer y estrenar una película como esta sin que se hayan oído gritos al boicot ni amenazas de quemar cines ni nada parecido, algo que hace unos años dudo que pudiera haber ocurrido.
De hecho al salir del cine se me vino a la cabeza una charla que tuve hace unos días con mi amiga María.
Ella es de y vive en Pamplona y el pasado 11 de marzo, con motivo del décimo aniversario de los atentados de los trenes de Madrid, me contaba que le había tenido que explicar a sus hijos lo que era un atentado, pues no lo sabían.
Y eso de podernos reír de nuestras diferencias y manías sin que suponga un cataclismo y, sobre todo lo de tener que explicarle a los niños qué es un atentado, y me consta que no son los únicos niños a los que ha habido que explicárselo, es algo que hemos ganado en los últimos años, y no es poco.