Por @Alvy

Por qué los intermitentes hacen ese ruidito tan característico

Este artículo se publicó originalmente en Tecvolución, el blog de Volvo en el que colaboramos desde hace una década, dedicado a las tendencias tecnológicas aplicadas al futuro de los coches, la sostenibilidad, la innovación y el ocio digital.

Tic. Tac. Tic. Tac. El sonido de los intermitentes es tan familiar como confortable. Nos permite saber si están activados o no, señal auditiva de que nos preparamos para hacer una maniobra, pero… ¿No resulta un tanto extraño? El aviso sonoro es para el propio conductor, no para el resto de vehículos. Y, excepto el claxon, ningún otro control del coche tiene este tipo de «respuesta sonora»: resultaría un poco raro si al girar el volante se oyera una melodía o sonaran notas al cambiar de marchas (excepto, hoy en día, la marcha atrás, que es la excepción que confirma un poco la regla).

¿Por qué suenan los intermitentes? La respuesta es sencilla: en los antiguos tiempos sonaban debido a las piezas que los hacían funcionar. Hoy en día, en el que todos los indicadores se controlan electrónicamente, no sería necesario ese sonido, pero por costumbre y familiaridad todos los coches incorporan también el sonido – a veces simulado mecánicamente, a veces incluso digitalizado a través de los altavoces del coche.

Tal y como cuentan en Jalopnik los componentes electrónicos que se usaban antiguamente eran relés mecánicos, que activados por electroimanes inducían el contacto para dejar pasar la corriente moviendo unos pequeños interruptores. De ahí el famoso tic, tac, tic tac. La temporización correcta la llevaba un dispositivo térmico que se expandía y contraía. Que por cierto según la normativa tiene que estar entre 60 y 120 pulsaciones por minuto.

Los interruptores se empezaron a usar hacia 1920, pero hasta 1950 no fueron obligatorios, aunque sus ventajas para la prevención de accidentes hoy nos resulten obvias. Originalmente tenían forma de flecha. Hoy en día por suerte resultan un poco más estéticos y discretos.

Hay quien tiene la mala costumbre de no usar los intermitentes, como si hacerlos parpadear fuera a desgastarlos o algo así. Por si a alguien le sirve el dato, hay quien calculó cuánto cuesta usar los intermitentes teniendo en cuenta la frecuencia normal de uso, el coste de la gasolina y la eficiencia del alternador. El dato: 20 céntimos de euros al año. Así que mala excusa es esa.

Más caro que esos 20 céntimos resultarían sin duda las multas por no utilizar los intermitentes. Hay quien cree que no se puede recibir una multa por un concepto que es «opcional», pero es que de opcional no tiene nada: por un lado es obligatorio señalizar las maniobras con señales ópticas (sea con los intermitentes o «a mano»); por otro no señalizar con suficiente antelación también puede ser motivo de multa. Así que a si a todas estas razones sumamos que es un método excelente para evitar accidentes mejor hacer sonar ese tic, tac, tic, tac activando el intermitente tan pronto sea razonablemente posible.

{Foto (CC) Philip Ray @ Flickr.}

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Por @Alvy

Este artículo se publicó originalmente en Tecvolución, el blog de Volvo en el que colaboramos desde hace una década, dedicado a las tendencias tecnológicas aplicadas al futuro de los coches, la sostenibilidad, la innovación y el ocio digital.

Hace tiempo que la ciencia ha sido capaz de explicar una de las razones de los «misteriosos atascos» en las carreteras: la lenta reacción de los conductores propicia que se formen las aglomeraciones que no se resuelve a tiempo. Somos lentos en reaccionar cuando hay que frenar y somos lentos al arrancar. Esto propicia una especie de «efecto acordeón» o atasco de tráfico fantasma que crece y crece y que, como las ondas sobre la superficie de un lago, a la larga puede coincidir con tan mala suerte que deje a los vehículos literalmente parados.

Pero hete aquí que la llegada de los coches autónomos ha arrojado una nueva luz sobre cómo pueden resolver este tipo de problemas, en especial esos «atascos fantasma» sin razón aparente. Y es tan simple como añadir un coche autónomo en la ecuación.

En el experimento que puede verse en el vídeo –en el que colaboró un equipo multidisciplinar de cuatro universidades– se puede ver cómo se analizó todo esto: una veintena de coches circulan dando vueltas, casi como si estuvieran en una larga recta encontrándose con diversos escenarios de más o menos tráfico. Casi todos los coches están conducidos por «personas» simuladas, pero entre ellos hay un coche autónomo (marcado con la flecha) cuyo comportamiento y velocidad varía según su programación.

El algoritmo o fórmula en cuestión controla el vehículo de tal forma que minimiza las veces que el conductor humano que va detrás de él tiene que accionar el freno. Este es el origen del problema, de modo que una conducción más suave –aunque sea más lenta– ayuda a que la velocidad no tenga tantas bruscas variaciones. La gráfica inferior muestra la velocidad en el eje vertical y el tiempo en el horizontal: cuanto más amplias las variaciones, más problemas. Cuanto más estrecha y estable, mejor velocidad media.

En total se probaron diversos números de «frenazos», entre 2 y 9 por kilómetro. Cuando hay que frenar pocas veces también hay que volver a recuperar velocidad pocas veces, de modo que valores entre 2 y 3 veces por kilómetro son los óptimos. Esto no solo hace más fluido el tráfico: también reduce el consumo de combustible hasta un 40 por ciento.

Lo más interesante del asunto es que tan solo hace falta un coche de cada veinte (más o menos un cinco por ciento) para que la situación mejore considerablemente. Si esto es extrapolable –como parece– a las situaciones de tráfico convencional en las calles y carreteras significa que no será necesario que todos los coches sean autónomos; tan pronto como un número significativo de ellos circulen libremente deberían empezarse a notarse los efectos. Nuestros futuros amigos calculadores, metódicos y con reflejos dignos de cualquier deportista de élite también nos ayudarán en esto.

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Por @Alvy

Las intersecciones del futuro: llenas de coches y «emoción»

Este artículo se publicó originalmente en Tecvolución, el blog de Volvo en el que colaboramos desde hace una década, dedicado a las tendencias tecnológicas aplicadas al futuro de los coches, la sostenibilidad, la innovación y el ocio digital.

Los investigadores del Senseable City Lab del prestigioso Instituto de Tecnología de Massachusetts dieron hace tiempo a conocer un trabajo en el que explican técnicamente cómo las ciudades del futuro podrán acabar prescindiendo de los semáforos en las intersecciones de las calles para pasar a depender de sistemas como la comunicación coche-a-coche (C2C), mucho más eficientes. Es algo que todavía está por ver –sigue habiendo numerosos desafíos técnicos, normativos y de adopción masiva– pero, ¿quien sabe? La idea no suena mal.

El análisis combina matemáticas con todo tipo de tecnologías actuales y futuras: desde simulaciones con datos reales obtenidos mediante GPS a la información que se recoge de los semáforos de las calles, datos experimentales sobre la densidad de la circulación, cámaras detectoras de peatones y –especialmente– los desarrollos de las comunicaciones entre vehículos.

La idea parte de un hecho muy sencillo: los semáforos actuales son altamente ineficientes. Imaginemos, simplemente, que no hay apenas circulación y un coche que se acerca a un semáforo en rojo. Tendrá que parar aunque no pasen otros coches o peatones. (Esto varía un poco según los países: en Estados Unidos un semáforo en rojo equivale más bien a uno de nuestros Stops; también hay semáforos más o menos «inteligentes»).

Aun con situaciones más complicadas, con diversos coches, podemos pensar en un cruce en el que casi todos los vehículos vayan en una dirección y apenas se crucen otros: tendrán que parar aunque sean «mayoría», a menos que alguien los reprograme. Si en la ecuación añadimos grandes avenidas con varios carriles la situación se torna más ineficiente todavía.

Con la llegada de las comunicaciones C2C los vehículos sabrán si hay otros vehículos cerca y hacia dónde van o si pretenden girar. Este es el escenario ideal, cuando todos los coches implementen estos sistemas y se pueda garantizar la seguridad a los niveles actuales, claro.

Mientras llega ese momento los investigadores están añadiendo más inteligencia a la circunvalación vial partiendo de estas ideas. En el Senseable City lo llaman Light Traffic. Por un lado simulan en sus equipos cruces con múltiples carriles y una densidad del tráfico variable, que circula al azar pero con conocimiento del «escenario general». Cada vehículo tiene una zona llamada slot tanto delante como detrás: es una especie de margen de seguridad para el frenado y para evitar colisiones, que depende de la velocidad y otros factores (también hay slots para bicicletas, peatones y motocicletas). El algoritmo –procedimiento matemático– calcula la mejor forma de «mover» los slots en vez de los coches, manteniendo siempre separaciones adecuadas y evitando los peligros. Cuando tiene optimizada esa tarea, se le envían las órdenes a los vehículos.

¿Y los semáforos? Dejan de ser necesarios.

Esto quiere decir que las intersecciones podrán ser más rápidas y eficientes; según los cálculos del estudio, más o menos el doble que los más avanzados semáforos actuales. En el escenario más prometedor, los viajes de un punto a otro podrán realizarse con cero retrasos y en un tiempo óptimo.

Sin duda circular por la calle sin parar también será más «emocionante», como muestran los vídeos de algunas de las simulaciones. Esperemos, eso sí, que no sean tan emocionantes como una montaña rusa.

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Foto (CC) Pxhere.

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Por @Alvy

Este artículo se publicó originalmente en Tecvolución, el blog de Volvo en el que colaboramos desde hace una década, dedicado a las tendencias tecnológicas aplicadas al futuro de los coches, la sostenibilidad, la innovación y el ocio digital.

En el Instituto de Tecnología de Massachusetts tienen un grupo de trabajo llamado Laboratorio de Interfaces Fluidas: su objetivo es encontrar soluciones cómodas y fáciles que permitan a las personas controlar la tecnología más moderna, algo que además es aplicable a los productos que salen de fábricas en todo el planeta. Básicamente, mejorar la experiencia acerca de cómo interactuamos con los aparatos del hogar, los coches y en general cualquier dispositivo de la «la Internet de las cosas» (IoT), en la que cada vez hay más electrónica conectada – pero cada cual «de su padre y de su madre», como se suele decir.

Buena parte del trabajo se realiza sobre Open Hybrid, que es como llaman a su «plataforma de interacción con los objetos cotidianos». Con un aspecto visual fácil de entender, como puntos y líneas conectadas, esta idea consiste en que cada aparato controlable tiene un código visual (similar a los códigos QR) que puede «verse» con solo apuntar la cámara del teléfono inteligente. Al detectarlos, la «realidad» que se visualiza a través del teléfono se transforma, mostrando una interfaz común de botones y líneas. A partir de ese momento el usuario puede utilizar esos aparatos con su móvil, independientemente de cuáles sean y quién los haya fabricado.

Con ese editor de la realidad que desarrollaron hace ya casi una década se puede entonces «controlar el mundo»: encender y apagar bombillas, subir y bajar las ventanillas del coche o reprogramar los botones del equipo de música. Lo más importante es mantener la idea básica: que la interfaz sea tan sencilla y personalizable como desee el usuario.

Las tareas que se pueden configurar van desde agrupar las ventanillas de un vehículo para subirlas o bajarlas todas a la vez con un clic, hasta enviar fotos o vídeos de un aparato a otro. También se pueden ver datos al estilo de las apps de «realidad aumentada»: la temperatura, una gráfica estadística o la información de un artista sobre la música que está sonando – con solo apuntar el móvil a cada aparato. Idealmente, cada gadget de esa «Internet de las cosas» tendría sus botones de control a gusto del usuario y eso los haría a todos universales y tan cómodos de usar como la persona quiera.

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