Por @Alvy — 28 de julio de 2010

Este artículo se publicó originalmente en Cooking Ideas, un blog de Vodafone donde colaboramos semanalmente con el objetivo de crear historias que «alimenten la mente de ideas».

Un gorrito de interfaz cerebro-ordenador

Cada vez que surge una nueva interfaz para interactuar con ordenadores o dispositivos electrónicos aparecen también nuevos problemas relacionados con su uso que no se tuvieron en cuenta en el diseño original. Seguro que cuando Douglas Engelbart inventó el ratón de ordenador no pensó en que con el tiempo el síndrome de túnel carpiano sería un problema para algunos usuarios, que sufrirían de entumecimiento y dolores por manejar el ratón demasiadas horas al día. Ahora, en los últimos años, hemos visto cómo los investigadores nos anuncian nuevas interfaces cerebro-ordenador… ¿Vendrán con algún problema asociado del que hasta ahora no nos hemos dado cuenta?

Lo sucedido en los años 70 y 80 al respecto es muy significativo y tal vez pueda servir de lección: era la época en la que se continuaban explorando formas de interactuar con los ordenadores, entre ellas los lápices ópticos, las pantallas táctiles, el reconocimiento de voz y muchas otras. Los investigadores que trabajaban con pantallas sensibles al tacto y lápices ópticos pronto observaron un problema entre los sujetos con los que realizaban sus pruebas: al cabo de un rato de estar trabajando con el ordenador comenzaban a volverse más torpes sin razón aparente. Gestos y movimientos que hasta entonces habían realizado sin problemas perdían sensibilidad y precisión. ¿Qué era lo que les estaba sucediendo?

Finalmente descubrieron la causa: los brazos de los seres humanos no están «diseñados» para mantenerse levantados realizando pequeños gestos y movimientos durante un tiempo demasiado prolongado. Una cosa es realizar uno o dos gestos de forma casual y otra es pasar horas y horas frente a una pantalla eligiendo opciones, navegando por los menús o dibujando. La gente notaba que los brazos se les volvían torpes y pesados, que les dolían los músculos, cierta rigidez e incluso pinchazos molestos. Los expertos llamaron a este efecto colateral no deseado «el efecto brazo de gorila», en alusión a cómo se sentían los participantes en las pruebas: como si sus brazos se hubieran vuelto gigantescos y pesados al cabo de un rato.

Ese fue el fin de muchos dispositivos, como los lápices ópticos y las pantallas táctiles situadas en posición vertical. De hecho las pocas pantallas táctiles verticales que han sobrevivido han sido las que se usan durante poco tiempo, tales como las de los quioscos interactivos de información o los cajeros automáticos. Las de los modernos tablets o teléfonos móviles no tienen necesariamente ese problema porque al ser más pequeñas y ligeras se pueden situar en horizontal en una posición más cómoda para trabajar.

Y llegó el siglo XXI. La última moda son las interfaces cerebro-ordenador, pero a diferencia de la que vimos en Matrix son más ligeras y menos dolorosas. Casi todos estos sistemas para «leer el pensamiento» se basan en la misma idea: colocarse un ridículo gorrito de natación lleno de sensores en la cabeza y registrar en escáneres cerebrales o alguna variante de resonancia magnética la actividad de lo que «pasa por nuestra cabeza» en tiempo real. Normalmente esto requiere un proceso de entrenamiento previo en el que el ordenador graba la secuencia de patrones cerebrales que está explorando mientras el usuario observa imágenes o lee ciertas palabras, asociando unas cosas con otras. Cuando la persona más adelante vea las mismas imágenes o piense en las palabras se repetirá el mismo patrón cerebral y el ordenador podrá responder a las «órdenes» y realizar acciones. Mediante esta técnicas se ha conseguido enviar mensajes a Twitter directamente con el cerebro o jugar al ping-pong en el ordenador, entre otras cosas. Son pequeños hitos, pero los primeros pasos de lo que está por llegar, que tiene pinta de ser muy interesante.

Lo que no está todavía claro es si este tipo de interfaces puede tener a largo plazo algún efecto secundario indeseado como el del «brazo de gorila» de las interfaces táctiles o el síndrome de túnel carpiano: no es lo mismo usar la cabeza para jugar una partidita rápida, hacer una demo o realizar pruebas durante un rato que estar constantemente usando el ordenador con el cerebro. Y una derivada más: en cierto modo a veces estas interfaces modifican a veces la forma en que se comporta el usuario al emplearlas: el mejor ejemplo es cómo el sistema de reconocimiento de caracteres de las primeras PDAs de Palm modificaba la forma de escribir manualmente de los usuarios para hacer más fácil la entrada de datos. Habrá que considerar qué podría suceder si la gente tiene que «pensar de otra forma» para hacer que el ordenador reconozca mejor las órdenes que se le quieren transmitir. A lo mejor acabamos todos sufriendo extrañas jaquecas o efectos «cerebros de gorila», quién sabe.

{Foto: (CC) Anders Sandberg)}

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