Este artículo se publicó originalmente en Cooking Ideas, un blog de Vodafone donde colaboramos semanalmente con el objetivo de crear historias que «alimenten la mente de ideas».
Don Norman, un experto en diseño y usabilidad en diversos campos de la tecnología, escribió hace tiempo tiempo acerca de la simplicidad en los productos cotidianos que nos rodean. Su punto de vista puede considerarse en cierto modo enfrentado al de gente como 37signals, exitosos diseñadores de servicios web caracterizados por su simplicidad. De hecho mantuvieron una especie de «debate web» al respecto que se extendió por diversos blogs de la época. En el fondo estoy seguro que ambos se llevarían estupendamente si cenaran juntos, porque aunque este tipo de debates parezca que enfrentar posturas divergentes e irreconciliables, seguramente ambas posiciones tienen más en común de lo que a simple vista parece.
La cuestión del valor de la simplicidad puede verse desde muchos puntos de vista. Una de mis favoritas es el diseño de objetos de uso cotidiano, sobre el que Norman escribió un libro clásico al respecto: The Design of Everyday Things, El diseño de los objetos cotidianos. Eso suele incluir la interfaz en los más tecnológicos: al fin y al cabo es la «cara» de la tecnología que nos rodea en la vida digital. Suelen analizarse ejemplos como el diseño de electrodomésticos, de máquinas complejas como los automóviles y por supuesto de interfaces de sistemas operativos y sitios web por los que navegamos en Internet. También se podría estudiar la simplicidad o complejidad de procesos cotidianos, como embarcar un avión o pedir una cita médica por teléfono.
Una de las escuelas dice que los diseños deben ser cuanto más simples, mejor. 37signals utiliza el famoso y vehemente «¡Hazlo simple, estúpido!» que puede servir como mantra en la mayor parte de las ocasiones. Suele verse abreviado como KISS, que son las siglas de Keep it Simple, Stupid! en inglés. Un vistazo a sus servicios web puede ser el mejor ejemplo.
La teoría es que cuanto más sencillo sea un diseño o una interfaz, más fácil será de usar y de aprender, menor probabilidad de confusión y errores habrá y se conseguirá una mejor experiencia de usuario. En Internet suele usarse la interfaz de Google como ejemplo: una caja para escribir y un botón de «Buscar». Más simple imposible. Incluso el popular botón mágico «¡Voy a tener suerte!» puede considerarse un exponente máximo de esa simplicidad. En otros productos podríamos hablar de ratones con un botón en vez de tres (como durante mucho tiempo tuvo Apple), de electrodomésticos del tipo «enchufar y listo» sin apenas opciones o botones o del proverbial mecanismo del chupete.
La otra escuela, tal y como explica Norman, suele considerar mejores productos los que tienen más funciones, ofrecen más posibilidades o tienen más botones y opciones en los menús. Este «mejor», argumenta Norman, es un tanto pragmático: se traduce en que la gente, en la práctica, pide esas funciones. Y también paga más por esas opciones extra (las use o no) mientras que nadie paga por tener menos funciones o por productos más simples.
Como ejemplos de productos menos simples (o más complejos, aunque el matiz puede ser bastante diferente) podría hablarse de los relojes-cronómetros multifunción con manuales de cientos de páginas, de sitios web llenos de información e incluso un alto nivel de personalización (ej. Yahoo) o del mastodóntico Microsoft Word que «hace de todo». En el hogar el equivalente serían los mandos a distancia programables con cientos de botones y en informática podría hablarse de Linux, que hasta hace relativamente poco requería grandes conocimientos técnicos para poder usarlo; era algo para élites de programadores, inaccesible para el común de los mortales.
Ambas escuelas de pensamiento tienen parte de razón, y es precisamente en la búsqueda de la simplicidad, ofreciendo toda la complejidad posible, donde podría decirse que está la clave. Ese trabajo no es en absoluto fácil, puesto que suele ser aplicable la regla de que cada vez que se añade algo (funciones) se pierde algo (simplicidad). Por suerte también dicen que diseñar con un montón de limitaciones (por ejemplo: no añadir más botones) es la clave para estimular la creatividad y así lograr un gran producto o servicio. Un ejemplo: un teléfono sin botones, que solo funcione mediante reconocimiento de voz. Internamente será infinitamente más complejo que uno normal, pero externamente puede ser mucho más sencillo y funcional… si se hace de forma que funcione correctamente, claro.
Todo el mundo coincidirá en que Google es simple, pero eso es porque ha habido un gran proceso de ocultación de su complejidad. De hecho cada mes que pasa es más complejo «por dentro», pero desde fuera seguimos viendo la misma cajita. Antiguamente simplemente «buscaba»; hoy es también una calculadora, busca en más sitios, sugiere términos alternativos y ofrece traducciones. Han tenido que añadir algunos botones de forma discreta, sí, pero en general sigue siendo muy simple. Tal vez la versión a modo de página personalizable (iGoogle) o la propia búsqueda avanzada sobrepasan la raya de lo complejo y cómodo. Pero están ahí para los pocos que lo usan.
Los partidarios de ofrecer más opciones y funciones argumentan que los usuarios no solo las piden sino que también pagan por ellas. Es una realidad que hay públicos para todos los gustos, pero también que es prácticamente imposible contentar a todos con el mismo producto. Hay quien preferiría un aparato de DVD con cientos de botones, grabación y conexión a Internet y otros que preferirían una ranura con un único botón de Play.
Muchos fabricantes, por ejemplo Nokia, se caracterizan por cubrir toda la gama de productos posibles, desde los que usarían nuestras madres a los que prefieren los geeks más apegados a la tecnología. Comercializan sus productos a diferentes precios según las funciones; no es mala idea. Otros, como Apple, suelen apostar con más riesgo por el «café con leche para todos» y en casos como el del iPhone crean un único producto en su gama –o con muy pequeñas variaciones si acaso– que cualquiera puede utilizar. (En ese caso se decantan como Google por la opción simple-pero-compleja-por-dentro; de hecho es una de las tradicionales «marcas de la casa»). Se podría debatir que existe más o menos gente que paga un extra por esos productos más simples (los de Apple), aunque en contra está el hecho de que también hay más ventas globales de productos más complejos de otros fabricantes.
Quienes buscan la simplicidad se encuentran ante un gran reto: añadir funcionalidades, opciones y características a los nuevos productos sin perder facilidad de uso y simplicidad. Es normal ver productos y servicios que eran simples y exitosos totalmente descalabrados tras haber pasado «por un comité». También hay quienes por no perder simplicidad pierden a los clientes, a quienes no pueden ofrecerles nada más potente que los productos tal y como fueron concebidos. No hay que caer ni en un error ni en otro.
Una cosa está clara: en el complejo campo de todo lo que rodea a la simplicidad y la complejidad en la vida digital encontrar ese difícil equilibrio suele ser muchas veces la clave del éxito. Lo que no hay que subestimar es el daño que pueden hacer ambas posturas si se toman de forma extrema.
{Foto: Rubber Duck (CC) Alan Cleaver}