Por @Alvy — 21 de abril de 2018

RobotsEvo

Bajo el interesante título de The Surprising Creativity of Digital Evolution la gente de Improble Research –sí, los de los Premios Ig Nobel– ha recogido decenas de anécdotas e historias tan divertidas como reales sobre la «vida artificial» y los desvariados efectos de la evolución. Es el «más vale maña que fuerza» llevado al extremo.

Casi todas las anécdotas proceden del trabajo con simulaciones, entornos virtuales e inteligencia artificial. En muchos de esos sistemas la evolución juega un papel importante: los algoritmos e ideas más aptas sobreviven en siguientes generaciones. Pero cuando los programadores son flexibles, se dejan bugs o no definen con precisión los objetivos o tareas a resolver, pueden suceder cosas muy divertidas.

Los algoritmos evolutivos persiguen un objetivo (ej. «encontrar la salida de un laberinto») modificando ciertas técnicas (ej. «si no hay salida, volver y girar») en a base de ciclos de «evaluar, evolucionar, repetir». Normalmente consiguen en poco tiempo mejorar los sistemas para las tareas encomendadas. Ahora bien, si la evolución generalmente aleatoria hace algo inesperado (por ejemplo, que un ratón robótico «salte los muros del laberinto») se puede conseguir el objetivo aunque no de la forma en que espera el investigador. Es algo un poco mágico, «genial» y desconcertante – pero puede llegar a ser inquietante a la vez.

Entre los ejemplos que se mencionan en el trabajo están todos estos, a cual más curioso y divertido:

  • En organismos geométricos en los que se medía su «capacidad para desplazarse» según la distancia que eran capaces de recorrer en diez segundos en vez de evolucionar pies o movimientos para reptar surgieron seres altos y rígidos que se desequilibraban y caían lejos de la posición inicial al instante. Lo llamaron «la evolución hasta caminar saltando en pértiga»
  • Un algoritmo para revistar algoritmos de ordenación de listas «escritos por humanos» aprendió a reprogramarlos para que borraran las listas. Como una lista vacía siempre está ordenada, objetivo cumplido.
  • Otro algoritmo para asociar ciertos alimentos con «comestible» o «venenoso» aprendió a acertar siempre sin siquiera fijarse en qué alimentos eran: había descubierto que durante el entrenamiento siempre alternaban uno comestible con otro venenoso, así que dio con la pauta perfecta – hasta que lo arreglaron mezclándolos al azar.
  • Unas criaturas digitales que intentaban optimizar sus movimientos gastando la menor cantidad posible de energía aprendieron a aprovechar los errores de redondeo de los cálculos para obtener una especie de «energía gratis» mediante unos movimientos poco intuitivos. Eran imaginarios pero prácticos a la vez – al menos en su mundo simulado.
  • Un algoritmo para diseñar lentes óptimas de forma «evolutiva» resultó ser sobre el papel capaz de mejorar dos veces la resolución de ciertas cámaras. El problema es que proponía fabricar lentes de 20 metros de diámetro y no sería muy práctico para llevarlas encima.
  • Un algoritmo capaz de jugar al cinco-en-raya en un «tablero infinito» ganó en un torneo a todos los contrincantes. Simplemente había aprendido que si jugaba sus movimientos muy, muy, muy lejos los demás programas solían quedarse sin memoria y fallar, ganando así la partida.
  • En un problema simulado sobre cómo aterrizar un avión mediante un cable aplicando ciertas fuerzas en momentos muy determinados un algoritmo evolutivo propuso una fórmula que resultaba en una «fuerza g cero» para el ocupante. Ideal. Pero en realidad lo lograba aplicando una fuerza descomunal al principio del aterrizaje, que destrozaría al avión y al piloto en la práctica – aunque en el software de la simulación se producía un error de cálculo y el resultado era un «cero», el valor considerado perfecto.
  • En un robot de seis patas [foto] el algoritmo evolutivo para caminar «premiaba» la menor cantidad de tiempo de contacto posible con el suelo de las patas. De ese modo podía caminar incluso con una pata dañada. En las simulaciones el robot aprendió un buen día a darse la vuelta y arrastrarse de espaldas lo que contabilizaba el tiempo de contacto de cada pata como «cero».

(Vía Improbable Research.)

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