Cataloging the World: Paul Otlet and the Birth of the Information Age, de Alex Wright (Oxford University Press, 2014).
Nacido el 23 de agosto de 1868 en una acomodada familia belga, a Paul Otlet desde pequeño le obsesionaba el orden. En los viajes familiares solía recoger rocas, plantas, y otros objetos que le llamaban la atención para luego colocarlos ordenadamente en lo que él llamaba el Musee d'Otlet, instalado en el primer piso de la casa familiar.
Esta obsesión con el orden se extendía también a sus estudios, pues tomaba numerosas notas acerca de sus clases; a lo que leía, de lo que también tomaba notas; e incluso a sus posesiones, para las que tenía un detallado esquema organizativo que le decía donde colocar cada cosa.
El que en el colegio le pidieran que se hiciera cargo de la biblioteca no hizo sino aumentar esta obsesión por el orden, por poder catalogar adecuadamente no sólo la colección de libros de la biblioteca sino también su contenido, lo que estos decían.
Este fervor organizativo tuvo que quedar en un segundo plano mientras estudiaba derecho y se licenciaba, lo que sucedió en 1890, encontrando enseguida trabajo en el bufete de un abogado amigo de su padre.
Pero el trabajo le espantaba, así que se volvió a centrar en la bibliografía, publicando algunos trabajos al respecto. En 1891 conoció a Henri La Fontaine, otro abogado enormemente interesado en la bibliografía, con quien empezó a trabajar enseguida, en una colaboración que duraría el resto de sus vidas, pues murieron con apenas un año de diferencia, y en 1892 recibieron el encargo de crear bibliografías para varias de las ciencias sociales, un encargo al que dedicaron tres años.
Mientras trabajaban en ello descubrieron el Sistema de Clasificación Decimal Dewey, un sistema para la clasificación de contenidos de bibliotecas, y escribieron a su autor para pedirle permiso para adaptarlo no sólo para organizar libros sino también hechos, que era una idea que Otlet manejaba desde hacía tiempo.
Dewey dijo que sí, siempre que no lo tradujeran al inglés, lo que llevó a Otlet y La Fontaine a producir en 1904 la primera versión de la Clasificación Decimal Universal, que aún sigue en uso hoy en día, aunque convenientemente actualizada, claro.
Pero al mismo tiempo los dos habían estado trabajando en la creación del Repertorio Bibliográfico Universal, una colección de tarjetas ordenadas según la CDU que indicaban dónde conseguir información acerca de todo tipo de temas.
La CDU, además, permite referencias cruzadas entre temas, por lo que una búsqueda te podía llevar fácilmente a otros temas y fuentes relacionados.
Así, a finales de 1894 el RBU incluía unas 400 000 tarjetas, que con el tiempo llegaron a ser 15 millones, aunque su característica más sorprendente era que se podían realizar consultas por correo contra él, consultas que a vuelta de correo devolvían copias de las tarjetas relevantes.
Pero Otlet y La Fontaine no querían parar ahí; sus ideas iban mucho más allá. Su primera idea fue intentar hacer copias del RBU para enviar a otras ciudades del mundo, creando una red de centros de conocimiento centralizada en Bruselas; se les ocurrió también plantear la creación de una organización internacional que garantizara poner orden en el conocimiento humano, y hasta llegaron a crear un museo que no desentonaría con los centros de ciencia actuales, el Mundaneum, donde aparte de estar albergado el Repertorio Bibliográfico Universal había exhibiciones que hoy llamaríamos multimedia, ya que para Otlet los libros sólo eran una forma más de expresar información y de hecho se le quedaban cortos.
El Mundaneum iba a ser más que una herramienta de búsqueda de información. Iba a ser un componente esencial de un esquema mucho más ambicioso para unir las naciones bajo una nueva forma de gobierno que llevaría a una nueva era de paz y entendimiento, una en la que las tradicionales naciones enfrentadas en guerras y las estructuras políticas anquilosadas dejarían sitio a un mundo interconectado. En un entorno como ese, creía, la humanidad podría al fin alcanzar su verdadero potencial espiritual.
En 1934 llegó incluso a hablar de una especie de «telescopios eléctricos» que, permanentemente conectados a una red de centros de almacenamiento de tarjetas, servirían para consultar todo tipo de documentos; aparatos muy parecidos al Memex de Vannevar Bush y, sin tener que esforzar mucho la imaginación, una red que recuerda mucho a la web actual.
Una Mondotheque, dibujada por Otlet
Pero la realidad y un par de guerras mundiales se interpusieron en el camino de Otlet, que nunca llegó a ver sus sueños cumplidos, quizás por ir siempre un poco por delante de la tecnología de su época y, sobre todo, de la voluntad de los políticos.
Este libro es una interesante crónica de la vida de Otlet y de cómo sus ideas e ideales fueron cambiando con el tiempo, aunque a pesar de todo siempre perseveró en su idea de crear un mundo mejor gracias a la posibilidad de compartir información, convenientemente ordenada antes.
Un deseo de ordenar el mundo que a pesar de todos los sinsabores y dificultades a los que tuvo que enfrentar nunca abandonó, pues como cuenta su nieto Jean, ya en los últimos años de vida de Otlet, paseando juntos un día por la playa, se encontraron con unas cuantas medusas varadas en la arena, medusas que Otlet procedió a apilar para escribir luego en una tarjeta 59.33, el número que les correspondía en la CDU, y depositarla sobre ellas.
Es también muy interesante el capítulo que el autor dedica a ver de qué manera el trabajo de Otlet influyó en pioneros de lo que hoy llamamos tecnologías de la información como el ya citado Vannevar Bush, Douglas Engelbart, Ted Nelson, o Tim Berners–Lee, entre otros, y en cómo se relaciona con la web o la Wikipedia.
En definitiva, un libro que cualquiera interesado en la historia de la era de la información en la que vivimos debería considerar añadir a su biblioteca, esté esta catalogada según la CDU o no.
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