Por @Wicho — 11 de octubre de 2003
Este verano pasé ocho días en Praga y lo cierto es que la ciudad cumplió todas mis expectativas con creces; las comparaciones con París me parecen absolutamente justificadas.

Hay montones y montones de cosas que ver y hacer, y yo diría que son necesarios al menos cinco días completos en la ciudad para no dejar de ver nada de lo básico y no tener que verlo todo a la velocidad de la luz.

Comer y beber -sobre todo cerveza- es todavía muy barato, aunque ha subido respecto a hace un par de años.

Si tuviera que quedarme con tres cosas de la ciudad, creo que serían, sin ningún orden en particular:
• La catedral de San Vito (Chrám Sv. Víta). Han tardado mil años en acabarla, pero una vez que entras en ella entiendes por qué y no puedes dejar de asombrarte del trabajo y esfuerzo que hay allí invertidos.

• La sala de la Filosofía y la sala de la Teología, dos de las salas de la biblioteca del monasterio Strahovsky (Strahovský klášter) que dejarán a cualquiera al que le gusten tan sólo un poco los libros absolutamente boquiabierto; el gabinete de curiosidades a través del que se accede a ellas tampoco se queda manco.

• La isla de Kampa. Situada al lado de Malá Strana, es un remanso de paz y tranquilidad en la ciudad en el que te puedes sentar a leer o descansar un rato arrullado por el sonido del río Moldava.
Como destino turístico de primer rango, está lleno de turistas de todas partes, pero merece la pena desafiar la marea humana o perderse por las callejuelas menos transitadas para visitar esta ciudad que tanto tiene que ver.

De todos modos, la sorpresa de la visita, al menos para mi, no fue la ciudad en si sino un comentario que nos hizo Mark, un nativo, hablando de la supuesta occidentalización que están sufriendo: nos aclaró que ellos siempre se han sentido parte de la europa occidental, que simplemente estuvieron aislados durante cuarenta años de régimen comunista y ahora están volviendo a la normalidad.
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