La cuarta temporada de Black Mirror (Netflix) ha permitido empezar el año con alegría – si acaso enfrentarse a un amplio despliegue de futuros distópicos y chungos aparentemente muy, muy cercanos puede considerarse «alegría».
Se nota ya cierta estupenda madurez en esta serie británica de Charlie Brooker que pese a llevar sólo cuatro temporadas tampoco totaliza demasiados episodios. Cada temporada son seis, de entre 40 y 75 minutos, algo inteligentemente variable según requiere cada historia. Destaca claramente el mayor presupuesto, que permite recrear todo un homenaje a Star Trek en el primer episodio (USS Callister) o en los efectos especiales (caso de Metalhead).
Las historias siguen teniendo una profundidad terrorífica tremenda, en especial episodios que resultan muy cercanos como Arkangel, acerca de los peligros de intentar «supervisar demasiado» a los niños con gadgets espías. Metalhead y Black Museum –varias historias de asesinos y asesinatos– se vuelven tremendamente oscuras y tenebrosas.
No podía faltar la «historia simpática», Hang the DJ, acerca de un peculiar y potente «servicio de citas» en un universo demasiado límpido y extrañamente controlado. O la espléndida –para mi de las mejores– Crocodile, con sugerentes paisajes de una Islandia nevada. Otro detalle es que los exteriores de Black Museum, aunque no son muchos, están rodados en Antequera y Valencia – y no en una carretera perdida de algún estado central de los EEUU.
Los episodios se pueden ver en cualquier orden pues son historias totalmente independientes. Uno de ellos se ha permitido el lujo de estar rodado íntegramente en blanco y negro; en otro hay un medio homenaje, medio enlace-de-historias con San Junípero (tercera temporada), sin duda uno de los mejores y más memorables de toda la serie.
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