A finales del siglo XIX la electricidad llegó a la población general gracias a los desarrollos de Nikola Tesla y Thomas A. Edison, algo que se conoce como la famosa Guerra de las corrientes. Junto con grandes inversores como George Westinghouse y J.P. Morgan desarrollaron las plantas de generación de electricidad y su distribución a través de redes hasta los hogares.
En algún libro que ahora no recuerdo leí hace años sobre lo salvaje que era aquella época del uso de algo «nuevo y desconocido» en los hogares. Con voltajes de 110V en Estados Unidos (que era al que funcionaban las bombillas de filamentos) y de 220V en Europa, en los hogares se manejaban unos 10-15 amperios de intensidad. Suficientes para dar un buen zurriagazo a quien no manejara la instalación con cuidado.
Una era de «terror eléctrico»
Uno de los problemas era la falta de estandarización. Para empezar, los enchufes tal y como los conocemos no se habían inventado, de modo que lo normal era conectar los cables directamente a la instalación, con el riesgo que eso suponía. En algún sitio he leído que podía haber un «problemas de polaridad», pero esto sería solo en instalaciones de corriente continua (DC) cuando lo habitual era la corriente alterna de Tesla (AC) mucho más eficiente. En cualquier caso dicen que en esas instalaciones quien no se fijara bien básicamente tenía una probabilidad de «chispazo» del 50%. ¡Ouch!
Otro problema se debía a que la electricidad se usó entre 1880 y 1900 en los hogares era principalmente para las bombillas, muchas de las cuales ya iban «a rosca», conectadas con su rosca Edison que ha perdurado hasta nuestros días. Pero luego fueron inventándose los electrodomésticos: tostadoras de pan (1893), lavadoras y aspiradoras (1908), planchas y similares. Y no había conectores estándar. Así que imagina conectar una tostadora con sus cables pelados a las clavijas de la instalación eléctrica para preparar el desayuno.
Más sangrante era el caso de las lavadoras, que tenían grandes motores y había que enchufar y desenchufar también «a pelo». Para más inri en aquella época ese trabajo no era algo que hiciera la señora de la casa, sino principalmente las sirvientas, que solían enfrentarse peor a los peligros y acababan sufriendo los latigazos de corriente y los cortocircuitos en sótanos o cobertizos con instalaciones en pésimas condiciones. En el libro que mencioné al principio explicaban que muchas vivían aterrorizadas al tener que manejar los maléficos aparatos eléctricos y temían por su vida.
Enchufes para un futuro mejor
El inglés Thomas Tayler Smith patentó en 1882 un enchufe de dos patillas similar al actual, y de aquella década se conocen más inventos similares que por desgracia no se estandarizaron. Harvey Hubbell inventó en Estados Unidos un enchufe muy seguro en 1904, que tenía el aspecto de lo que hoy sería un casquillo de bombilla en el que se encajaba un cable con dos patillas, como los enchufes actuales. Usando porcelana como material aislante, proporcionó mucha más seguridad tanto a nivel personal como para evitar chispas e incendios.
Los diseños de patillas planas de Hubbell se convirtieron en el estándar NEMA 1-15 (americano). Debido a la falta de estandarización, cada país y región siguió su camino, normalmente por la influencia de países vecinos, cuestiones coloniales o las relaciones comerciales de importación/exportación. Y así, hasta nuestros días, en los que todavía no existe el enchufe universal.
La otra parte del problema fue conseguir que los fabricantes y la población general usaran los enchufes. Teniendo en cuenta que hasta los años 1930 en occidente todavía había grandes grupos de gente en zonas rurales que no tenían acceso a la electricidad, se puede entender la complicación. Pero por suerte el ver lo que suponía la mayor seguridad y el hecho de que se pudieran evitar chispas, incendios y males mayores ayudó bastante. Lo que antes era un lujo pasó a ser una necesidad de uso común y la vida cotidiana paso a ser algo mucho mejor.